Vicente Antonio Vásquez Bonilla
© derechos de autor
A María Teresa
Sobre el mar tranquilo, la embarcación se desliza con suavidad, dejando a su paso una estela que es visible gracias a la luna llena.
Es quizá la una de la mañana. Rafael se encuentra en la cubierta. Como no pudo conciliar el sueño optó por salir. Al recibir en el rostro la frescura vivificante de la brisa marina, aspira con gozo el perfume embrujador del mar Caribe.
Sus pensamientos lo acompañan.
Cinco años atrás había realizado el mismo viaje, visitando Margarita, la isla mayor del estado de Nueva Esparta, Venezuela.
Recuerda con una sonrisa: Las tetas de María Guevara, dos montículos gemelos, bautizados así por algún soñador, que al observar los encantos femeninos desde una perspectiva muy particular, encontró la similitud con las protuberancias que esculpió la naturaleza en el paisaje isleño.
Con ello inmortalizó a la dama que lo inspiró.
Evoca con fruición los detalles de su pasada visita, cuando de súbito, por un movimiento brusco de la nave, cae al mar.
Emerge con la confianza de recibir ayuda. Pide auxilio a gritos, pero su voz es ahogada por el ronroneo del motor y el rumor de las olas.
Guiado por el terror, nada con frenesí. Tiene la esperanza de que noten su ausencia y de que regresen por él.
Para su sorpresa, la embarcación se aleja.
Desconsolado, ve como las luces del navío desaparecen en lontananza.
No sabe cuando tiempo ha transcurrido. El agotamiento empieza a hacerse presente, invitándolo a abandonar la lucha. Pero el ansia de vivir se impone. Si continúo a lo loco, se dice, con ironía y cólera, nunca tocaré tierra, a no ser la del fondo.
Comprende que debe serenarse o de lo contrario sucumbirá inexorablemente.
Es excelente nadador y de buen ñeque. Flota boca arriba para recuperar fuerzas, mientras contempla el límpido cielo tachonado de estrellas.
La tranquilidad del firmamento le trasmite nuevas esperanzas. Recuperado, nada, según cree, en la dirección que ha tomado la nave. Lo hace con calma, alternando descanso y acción.
En ese momento crucial de su existencia, al igual que lo hacen los marinos, le hubiera gustado conocer los secretos del firmamento y leer en la estrellas su codificado mensaje; pero en esto, es analfabeta. No sabe en dónde está o si va en la dirección correcta.
La complexión fuerte del náufrago y la serenidad de ánimo, le permiten nadar al garete por varias horas.
Amanece.
Se siente cansado, pero el nuevo día le da alientos. Es posible que su búsqueda ya se haya iniciado.
Es cuestión de esperar.
¡No está vencido quien lucha!, se repite continuamente.
Por fin, llega a la costa. No fue fácil. ¡Pero llega! Cuando toca tierra, quiere avanzar, alejarse del mar, pero las piernas se niegan a sostenerlo. Se arrastra por la playa. Cae rendido por el esfuerzo quedándose dormido.
Al día siguiente despierta con hambre y sed, sufre de fuertes dolores musculares y debilidad. Con esfuerzo abandona la playa y se encamina al bosque cercano.
Descansa y se nutre con lo que el trópico le ofrece.
Después, piensa, buscaré ayuda y averiguaré en dónde me encuentro.
Dormita continuamente.
Dos días más tarde, aunque se siente cansado, emprende el viaje. Regresa a la playa y camina a lo largo de ella, hasta encontrar una formación rocosa que le impide continuar.
Opta por adentrarse en la jungla. Avanza por un estrecho sendero, bajo la sombra de gigantescos árboles adornados con lianas, musgos y orquídeas.
Las aves y los mamíferos anuncian el paso del intruso con gritos de alarma. Los insectos, más agresivos, tratan de defender su territorio, atacándolo con sus ponzoñosos piquetes.
A mediados de la tarde llega a un claro. Encuentra en él los restos de lo que fue un templo español. La fachada de una iglesia barroca, es casi todo lo que queda. El frontispicio ha resistido el paso de los siglos, como testimonio de la época colonial. Las naves laterales y la central están por los suelos.
Encamina sus pasos hacia lo que fue un amplio atrio. Sube por los desgastados escalones y con curiosidad examina la fachada. Su mirada recorre los diferentes detalles arquitectónicos, observa la espadaña central, los mudos campanarios, los capiteles de las columnas salomónicas y las hornacinas que alguna vez albergaron imágenes.
Su mirada escrutadores desciende desde lo más alto. Cuando llega a uno de los nichos inferiores, un destello llama su atención. Algo ha reflejado la luz solar que se abre paso entre las ramas de los árboles con la complicidad de la suave brisa vespertina.
A primera vista, el objeto que reflejó el rayo de sol, semeja un bloque de cristal de aproximadamente un metro cúbico.
Se acerca.
Y... ¡oh, sorpresa! En el nicho encuentra un bloque de hielo, que contiene a una mujer desnuda, en posición fetal.
Su asombro es grande.
¿Qué hace en un lugar tan caluroso un bloque de hielo, que por lo que se ve, no se derrite?
Lo examina con detenimiento. El contenido se ve con claridad.
Es de piel blanca como la nieve, piensa. Bueno, es lógico que estando congelada tenga la blancura de la nieve.
Posee una hermosa cabellera de color castaño. El rostro no se puede apreciar, pues descansa sobre las rodillas y está rodeado por los brazos. Los senos, casi están escondidos por las piernas que los oprimen.
Es una visión edénica, razona. ¿Pero qué hace allí? ¿Quién es... o fue esa mujer? La belleza de la dama, lo cautiva. Desea contemplarla desde todos los ángulos y se la ingenia para bajar el cubo hialino sin dañarlo. Lo traslada al atrio y se recrea admirándola.
Afuera del nicho, el hielo se derrite con rapidez.
Rafael se alarma.
Se echará a perder, se dice. El calor y el tiempo harán su obra y pronto será un cadáver pestilente en proceso de descomposición.
El bloque se consume y la figura femenina queda al descubierto. En contra de cualquier pronóstico, no está rígida. El cuerpo, al perder el sostén que le da el hielo, cae sobre el piso, quedando en un charco que es absorbido por los sedientos ladrillos.
Repuesto del susto, la contempla. Los senos parecen de cera, firmes, con pezones coronados por aureolas rosadas. La paz que refleja el rostro acentúa su belleza, mientras que la cabellera desparramada por el suelo le sirve de fondo.
Lástima que esté muerta, se lamenta, quedando absorto en la contemplación.
Minutos después, nota que la tez adquiere una tonalidad rosada. Se pregunta si será producto de su imaginación o si será el reflejo de los celajes del atardecer. Movido por la curiosidad, extiende la mano para tocarla con el dorso.
¡La mejilla está caliente!
Queda sorprendido.
-¡No puede ser! ¿Qué clase de fenómeno es éste?
De improviso, abre los ojos. Rafal se asusta. Es algo que no esperaba.
La ninfa lo ve con una mirada dulce y tranquila. En la mirada no hay sorpresa ni temor. Sus labios húmedos se entreabren con sensualidad. Invitan al beso.
Repuesto de la sorpresa, se siente hechizado. Cree que la sílfide no le es desconocida. Es la mujer ideal con la que ha soñado toda su vida. La que, incluso, llegó a pensar que moriría sin conocer. Pero hoy, por azar del destino y no sé que arte de magia, se ha materializado para colmar sus ilusiones.
No se cuestiona. Tiene la seguridad de estar ante la mujer que le pertenece, así como él le pertenece a ella. La toma de la mano y la atrae con delicadeza.
No se resiste, es más, corresponde.
Las palabras son innecesarias.
Ambos se funden en un beso que principia con suavidad y que poco a poco evoluciona hasta convertirse en un explosivo volcán lleno de pasión.
Rafael siente el vértigo del amor, que lo absorbe y que lo lleva en un acompasado vaivén de olas sin fin, de cima en sima, de cima en sima...
En el clímax de la pasión, siente que cae en un pozo profundo, va girando, girando, girando y girando. Cae en medio de un agradable sopor. No abre los ojos ni hace el menor esfuerzo por no caer. Simplemente se deja llevar por la inercia que lo atrae hacia el fondo y sigue cayendo. No siente temor, algo le dice que en la caída no se hará daño, que será una caída sin final.
El vértigo le resulta agradable.
La suave cadencia del amor, que lo eleva a las crestas y lo hace descender a los senos, emulando el movimiento del oleaje, comienza a parecer monótona. El embrujo tiende a desaparecer y abre los ojos.
¡Está en el mar!
¡Solo!
Entre agua y cielo.
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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CUADRO DE HONOR
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