Soy un hombre común sin más lisonja
que aquella que guarda mi memoria
sin vínculo alguno que envanezca mi espíritu
y sin grande ni pequeña historia.
Soy como el agua del río que pasa inadvertida
amando si mucho a la vida, porque en ella comprendo y me trasciendo
con mi mundo, con mi gente y con mis sueños.
Como será el lenguaje de los amores mudos
como serán las almas con vestido
yo se amar parafraseando con el latir del corazón desnudo.
Recuerdos de mi infancia
En el aire se conjuga el color y olor de la mañana, y un jardín nos deleita bajo la sombra de las nubes.
Allí despierta la casa en el frescor del día, con ajetreos y cantos, y también con mil quietudes.
Era un despertar de alegre campo con la brisa tornando en las ventanas, con el agua corriendo entre las piedras en el torrente suave de quebradas.
Con los pájaros saltando de sus nidos y los peones marchando a sus quehaceres, con la luz de aquel sol desprevenido sobre la espalda y manos de hombres y deberes.
Recuerdo el patio de mi infancia con jazmines, muy cerca del camino donde mi abuelo llegaba con su caballo y enjalme, con sudor de los trajines.
A mi madre caminando en la sombra y corredores, con mi fresca inocencia de las noches y sus terribles momentos sin amores.
Era una casa de aleros, de empedrados, de ladrillos, de oscuridad y de miedos. Con canto y grillos siniestros, con estrellas y luceros.
Era de paz, de angustia, de tormentos; y de silencios que tibios se transformaron en miedos.
Una casa solariega en un cruzar de caminos, donde había huertas y frutos, muchos frutos de lechosas, naranjos y mandarinos.
Un potreo y muchas vacas, caminos de vecindad, caminos de gente alegre que bajan para comprar.
Los domingos era fiesta. Toda la gente bajaba,
y se llenaba el camino y se llenaba el corral, y se llenaba de cestas los corredores y el patio, y los perfumes molestos se esparcían por el lugar.
Todos marchaban a misa, y en la casa, soledad.
Y un silencio con la espera se mitigaba en la brisa, cuando de pronto un murmullo a la hora y en la mesa se aprestaban a almorzar.
Luego partían con aperos, con canastas y sombreros,
serpenteaban el camino que bordeaba la quebrada con sus sobrillas de trapo, con caballos y talegos. Con su adiós de vuelvo pronto, con su adiós de un hasta luego.
Recuerdo siempre las noches cuando los grillos cantaban entretejiendo un quejido que prolongaba el silencio, un silencio que arañaba, que entrecortaba el suspiro y detenía el pensamiento.
A la mañana siguiente el aire se juntaba con el sol y con las sombras, con ajetreos y quietudes, con el agua corriendo entre las piedras, con los pájaros saltando de sus nidos, con los hombres marchando a sus quehaceres bajo la luz de aquel sol desprevenido.