Vicente Antonio Vásquez Bonilla
Yo fui una de las setecientas. Sí, mis estimados amigos, una de las setecientas esposas del Rey Salomón. Para mi fue un honor estar incluida dentro de esa prestigiosa, envidiada y selecta categoría.
¡Fui reina! No la única, pero fui soberana. No como las otras trescientas mujeres que a cada paso se le andaban sometiendo, esas eran simples concubinas, unas mantenidas de ínfima categoría.
Como pueden ver, el hombrecito con todo y su honorable prestigio, no nos fue fiel. A pesar del numeroso grupo de consortes reales que poseía para alegrar su existencia, todavía se daba el lujo de tener a su disposición un nutrido conjunto de concubinas. Y no digamos, más alguna otra canita al aire que se echaba por ahí valiéndose de su posición.
Por supuesto, para mantener ese envidiable ritmo de vida, se veía obligado a buscar milagrosos afrodisíacos y según creía, los encontraba en los extraordinarios frutos del mar, por ende consumía grandes cantidades de ostras, almejas, mejillones y cualquier otra clase de moluscos que se pusieran al alcance de su voraz apetito, a tal grado que, con su consumo ilimitado, contribuyó a acabar con la fauna del mar muerto.
No crean que Mon —con ese cariñoso hipocorístico lo llamaba cuando me tocaba mi turno de retozar—, formó su harén de la noche a la mañana. Como quien dice, salió al mercado, escogió un lote de hembras y dijo: «éste está bien» y luego nos arrió para su palacio. No. Nos fue seleccionando una a una, en el transcurso de los años, con la paciencia de un avezado coleccionista, según su parecer y su gusto. Así se proveyó de carne fresca casi para su exclusivo consumo. La primera fue la hija del Faraón de Egipto, por eso se autodenominaba con orgullo la número uno y se creía la gran cosa. Nunca reconoció que esa unión sólo fue por razones de Estado. Política que le llaman.
El hombre tenía riqueza y gloria. No cualquiera puede construir palacios y templos. Y además, sostener a un numeroso ejército, a cuarenta mil caballos, a sus esposas y concubinas y al montón de sirvientes. Se imaginan, atender a tantas bocas y de ribete complacernos en nuestros gustitos femeninos. Para cubrir el boato real, disponía de doce provincias que trabajaban de sol a sol durante todo el año y cada una de ellas aportaba a manera de tributo el caudal necesario para mantenerlo, perdón, para mantenernos por un mes. Así quién no, ¿verdá?
Bueno, dejemos por un lado sus habilidades políticas y su don de mando. Ustedes lo que quieren saber, es como nos iba en nuestra relación afectiva. Pues todo es cuestión de acostumbrarse. Desde el punto de vista de nuestra seguridad, teníamos a diario alimentación y hospedaje, después de todo, la supervivencia es lo más importante y ésta estaba cubierta.
El hombre era libidinoso. Cuarenta años reinó, disfrutó de la vida y de sus posesiones, incluidas nosotras. La mayoría lo queríamos y sin chistar lo teníamos que compartir. Era parte de nuestra cultura, así mismo, el hombre era el semental y nosotras las que dábamos, en el mejor de los casos, los futuros hombres que ocuparía la milicia, la casta religiosa y demás categorías sociales.
Aceptábamos nuestra condición con estoicismo y había mujeres del exterior que envidiaban nuestra suerte, claro, por el alimento seguro y porque no teníamos que trabajar, ni siquiera para la manutención de nuestros hijos.
¿Qué si teníamos apetitos carnales? ¡Claro que sí!, ¿acaso estábamos muertas, pues? Todas nos emperifollábamos para estar atractivas ante los ojos de nuestro común esposo y poníamos en juego nuestras habilidades en el lecho para ganar su preferencia y ser llamadas de nuevo. Pero a él le gustaba la variedad y nos rotaba en riguroso turno, principalmente cuando era joven y presumía de gallito.
Cuando alguna de nosotras perdía su turno por enfermedad, por estar en sus tres días, por preñez o por un eventual rechazo, nos veíamos obligadas a esperar un ciclo completo para ir a dormir al tálamo real. No podíamos protestar, ni hacer huelga de piernas cerradas, pero si nos poníamos de acuerdo entre nosotras, podíamos hacer sugerencias. En algunas oportunidades, él las aceptaba y lo consideraba un juego divertido. Una de esas sugerencias, fue elaborar una tómbola, meter en ella un número que nos identificaba y la que saliera “favorecida” pasaba la noche con él.
Por un tiempo fue emocionante ese sistema, pero había suertudas que salieron más de una vez, ya sea de manera legal o quizás porque se las ingeniaban para hacer trampa. ¿Quién sabe? Pero otras chicas no fueron afortunadas. A la larga, el jueguito desesperó a las mujeres y al mismo Rey, pues él quería a veces estar con alguna que le llamaba la atención y ésta no salía favorecida en el sorteo. Volvimos a los turnos.
En sus mejores tiempos, cuando él andaba calentón, llamaba a alguna de nosotras durante el día y a otra durante la noche.
También había ocasiones en que se llevaba a dos chicas al mismo tiempo y jugaban al trío.
En otras ocasiones, nuestro consorte real entraba al harén, creyéndose un codiciado mancebo, se desnudaba y se sumergía en la piscina para que lo bañáramos y lo acariciáramos. Se pueden imaginar, éramos tantas, que muchas nos quedábamos con la gana de tan siquiera tocarlo y debido al tumulto, algunas, las más tímidas, no alcanzaban ni a verlo. Como quien dice, no llegaban ni a olfatear un oloroso y real pedo.
Salomón decía que a todas nos quería por igual, presumía de “anchura de corazón como la arena que está a la orilla del mar”. Por supuesto no le creíamos. Cada una de nosotras paliábamos nuestras necesidades sexuales de la mejor manera que podíamos, ya sea entre nosotras mismas a través de juegos íntimos, o en solitario, y algunas hasta se arriesgaron a serle infiel. ¡Yo no!, por supuesto.
Al principio, durante la formación de su harén, escogió sólo a mujeres del país; luego, se aficionó por las extranjeras, poseedoras de otras costumbres y creencias; y conforme envejecía, entre dolorosos ataques de artritis gotosa producida por la alta ingesta de mariscos, éstas lo fueron manipulando. Quizás, para compensar su declinación masculina o para mantener sus favores, que creía se le escapaban; complació a las extranjeras y les construyó templos para sus dioses. A las sidonias, les edifico un santuario para la diosa Astoret. A las amonitas, les levantó un altar para Milcom, un abominable ídolo. Un lugar alto para Quemos, otro repugnante ídolo de las moabitas y no faltó otro lugar preferencial para Moloc de la región de Amón. Esta situación fue mal vista por el pueblo, la vejez lo hacía traicionar a nuestro Dios. El único Dios verdadero y temíamos la ira divina.
Ahora, todo eso quedó atrás. El Rey ha muerto y un solo difunto dejó a mil viudas de futuro incierto.
Comentario
Estimado Manuel: Y menos mal que no hay que lidiar con el ejercito de suegras, si no...
Gracias por tu lectura y tu comentario, Un abrazo, Chente.
¡Muy bueno! ¡Original ! Tal vez si hubiera sido escrito por una mujer hubiera tenido algún toque feminista en el desenlace, je, je, je,...
Afectuosamente, Martha Alicia
RED DE INTELECTUALES, DEDICADOS A LA LITERATURA Y EL ARTE. DESDE VENEZUELA, FUENTE DE INTELECTUALES, ARTISTAS Y POETAS, PARA EL MUNDO
Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
http://organizacionmundialdeescritores.ning.com/
CUADRO DE HONOR
########
© 2024 Creada por MilagrosHdzChiliberti-PresidSVAI. Con tecnología de
Insignias | Informar un problema | Política de privacidad | Términos de servicio
¡Tienes que ser miembro de SOCIEDAD VENEZOLANA DE ARTE INTERNACIONAL para agregar comentarios!
Únete a SOCIEDAD VENEZOLANA DE ARTE INTERNACIONAL