JACINTO
Disgustado, el tiempo envolvía a Jacinto, si, así los llamaban sus vecinos, aunque los más jóvenes le agregaban Don, como una forma inequívoca de respeto. La vida no fue tan generosa con el laborioso hombre. Piel agrietada por el sol y a veces marchita por las heladas. Nacido cincuenta años atrás (demostraba tener setenta y pico) en el mismo lugar que hoy habitaba. Su ranchada en el fondo de la Estancia “Las Guachas”. Jacinto peón de estancia, hijo, nieto y bisnieto de jornaleros rurales. Oficio que heredó de sus antepasados.
Era muy normal que ésto pasara, hasta hace unos cuarenta años la Estancia “Las Guachas” no era la excepción al modelo de país que quien sabe quien nos puso en el camino, sus dueños los Sánchez Hiraola tampoco era los inauditos prototipos de los patrones de aquellos tiempos. Con la salvedad de que entre algunas generaciones, salía alguno medio mezclado de bondades y equidades. Pero esto, pasaba muy de vez en cuando.
Fue en esa época, cuando Hilario Sánchez Hiraola se hizo cargo de la estancia, unas treinta mil hectáreas, y Jacinto había ascendido a capataz, teniendo a su cargo los más de cien empleados que dependían de una u otra manera de “Las Guachas”.
Transcurría el tiempo; la miseria y la tecnología hacían los suyo “daños al que menos tiene”. Ya no era necesario que los hijos de los peones se quedaran en la estancia, no había trabajo, cada vez menos empleados. Los jóvenes emigraban a algún lugar y los viejos gastados tomaban sol, en sus ranchadas prestadas.
Jacinto con tres hijos, veía el futuro incierto para sus crios, ya lo había hablado con su patrón, que como rara excepción era una buena persona.
— Don Hilario — balbuceó Jacinto, mientras lo acompañaba a trotar con su nuevo caballo, un regalo de los hijos que estudiaban en la capital.
— ¡Lindo el moro! que me regalaron los chicos, Jacinto —
— Sí, Don Hilario, muy lindo caballo, buena alzada, manso he boca y le han enseñado el trote inglés, camina de costado, muy buen pingo —
— ¡Vamos Jacinto! un carrerita hasta los álamos a ver como anda tú matungo (que por cierto también era propiedad del patrón) y no era una corrida, cuando Jacinto llegó a los álamos, su patrón lo esperaba sentado sobre la gramínea de primavera.
Cuado estuvieron los dos sentados, Don Hilario encendió un puro y Jacinto armó un “Urquiza”
— Don Hilario — tartamudeó nuevamente Jacinto.
— ¿Qué te anda pasando Jacinto? hace rato que te noto raro y vos no sos así — mientras largaba una bocanada del puro que convirtió todo en gris.
— Estoy preocupado patrón, veo que cada vez hay menos trabajos y tengo tres hijos, que lo único que han hecho es “boyerearle” su hacienda, ya grande no saben donde ir, acá no pudieron estudiar y lo único que saben hacer lo pueden hacer aquí — Mostrando la desazón, el pobre peón se había atrevido a plantearle sus angustia al poderoso, no era poca cosa, aún le temblaban los “caracúes”.
— Y sí, tenés razón Jacinto, ya mis hijos terminan este año la facultad y me han dicho que quieren cambiar todo, hasta me han pedido que vendiera la mitad de la hacienda, quieren traer máquinas nuevas para plantar soja, que son una mina de oro según ellos. Pero ellos saben... han estudiado. El mes que viene vamos a empezar a vender y va haber que despedir a la mitad de los peones, es triste Jacinto pero es así. El progreso es el que manda, pero vos quedate tranquilo sos mi capaz y mi amigo — murmuró en voz baja Don Hilario.
— Patrón, vio que donde tengo el rancho, haya en el fondo, quiero comprarle un pedacito de campo, unas veinte hectáreas, para que mis hijos puedan hacer algo y no terminar en una villa miseria de la capital. No tengo plata señor, pero se lo iría pagando de a poco —
— ¡Hay Jacinto! ¿qué vas a hacer con veinte hectáreas? pero si vos querés eso, dalo por hecho y te digo más, te las voy a regalar, ni bien vaya al pueblo hablaré con el Escribano para que haga el papeleo, ¡está bien!
— ¡Gracias patrón, gracias! — se levantó de un salto y lo estrechó con un fuerte abrazo y lágrimas en los ojos.
El destino o quizás la obra de Dios, para los más creyentes, hizo que la fatalidad se cobrará algunas víctimas inocentes.
A los diez días un furioso trueno, hizo espantar al moro que montaba Don Hilario Sánchez Hiraola, agitándolo por el aire, su cabeza se estrelló sobre una piedra, murió en el acto, lo encontró Jacinto que en andas lo llevó al casco de la estancia, lo velaron y enterraron, el viejo nunca se separó de su patrón y amigo.
Jacinto, el hombre que había nacido en la aldea San Julián, esperó un tiempo prudente, “de luto como se decía” para ir hablar de su arreglo con los hijos del patrón.
Pero patrones buenos nacen pocos, muy de generación en generación y ésta no iba a ser lo distintivo de la norma.
Don Jacinto no sólo que no consiguió las veinte hectáreas, le dieron una semana para desocupar su ranchada junto a sus ancianos padres y sus desprotegidos hijos. Son cosas que pasan, la avaricia vale más que la palabra de un padre y si éste está muerto vale menos aún.
DANIEL MARIO WALDNER
¡Tienes que ser miembro de SOCIEDAD VENEZOLANA DE ARTE INTERNACIONAL para agregar comentarios!
Únete a SOCIEDAD VENEZOLANA DE ARTE INTERNACIONAL