Ahí estaba yo, con una astilla incrustada en el brazo, en la sala de espera de la emergencia del hospital El Salvador, aguardando atención médica.
El dolor no era tan molesto, así que me entretuve escuchando la conversación de una pareja de mediana edad.
—Hay que estar desangrándose para que atiendan rápido —dijo la mujer.
—Si yo fuera presidente pondría un médico por cada habitante —comentó el hombre.
—Con ese populismo seguro que te eligen.
—Y que el único remedio en las farmacias sea el vino. —continuó él.
—¿Con eso va a sanar la gente?
—El vino no sana pero cura. También aclara la vista y hace más sabrosas a las mujeres —dijo dándole un agarrón en el trasero.
—Quédate quieto. Con el vino vas a terminar como ese indigente del cajón. —dijo ella señalando una figura al extremo de la sala.
Mi vista se posó en un hombre desastrado que, sentado sobre un cajón de madera, veía la televisión, ajeno al sufriente gentío que tenía a su alrededor. Tuve una rara impresión al verlo. Me parecía conocerlo ¿Pero de dónde?
Un pitido y una fuerte voz me llamaron para ingresar a atención.
—¿Qué le pasó en el brazo? —preguntó el médico.
—Caí por una escalera de caracol y me enterré una astilla.
—En esas escaleras hay que bajar lento, muy lento. Por eso se llaman de caracol —dijo celebrando su propio chiste.
Me inyectó un calmante y comenzó a abrir y tantear por el brazo, que ya estaba hinchado como si tuviese un terrón. De pronto pensé “Un terrón en la mano de Jerosolimitano”
—¡Es Jerosolimitano! —grité dando un salto.
—¡No se mueva! —refunfuñó el médico.
—El hombre de afuera, el del cajón. Es Jerosolimitano. Es israelí.
—¿El hombre del cajón? —dijo el médico, mientras depositaba la astilla en una bandeja— Es extranjero. Llegó hace un año con su esposa. Ella manejaba cuando se volcaron. Estaba malherida y murió aquí. Desde entonces él se ha quedado en la sala de espera; vive como indigente, no habla con nadie, pero no molesta. ¿Usted lo conoce?
—Fue mi instructor de riego en Israel. Supe que se había casado con una chilena, ¿Y sus parientes, no han venido a buscarlo?
—Vinieron —respondió, mientras me ponía unos puntos en el brazo—, pero dos veces se les escapó en el aeropuerto. Después trajeron un notario para que firmara unos papeles y no han vuelto más. ¿Sabe su nombre?
—Se llama Gershom. El me decía Chileno y yo le llamaba Jerosolimitano
—¿Jerosolimitano?
—Es porque prefería vivir en Jerusalén y no en su vivienda de las afueras.
Salí de urgencia con el brazo vendado. El hombre aún estaba viendo televisión; me agaché a su lado y le dije:
—Jerosolimitano ¿Me recuerdas? Soy Chileno.
—Chileno —me dijo girando la cabeza, pero enseguida volvió a mirar la televisión.
Me senté en cuclillas a su lado para acompañarlo pero no dijo nada más. En los días siguientes volví varias veces. Le llevaba ropa limpia y queso de cabra, que siempre le había gustado. Pero no conseguía sacarle una sola palabra.
Un día, al verme llegar, le dio unas palmadas al espacio vacío en su cajón invitándome a sentar. Estaban dando un programa de la sequía, mostrando un embalse seco y tierras áridas. Con los ojos fijos en el televisor, me tomó de la mano; presionando como si fuese un terrón de tierra. Una idea se cruzó en mi mente. Fui a un pequeño parque cercano; rebusqué en un basurero hasta dar con una lata de aluminio, la aplasté con el pie y le di forma de pala. Fui con ella al prado y saqué un trozo de tierra.
Volví a su lado y puse el terrón en su mano. Comenzó a acariciarlo, lo levantó y aspiró su olor.
—Buena tierra —dijo.
Soltó un escupo encima de ella, la amasó y la volvió a oler.
—Buena para hortalizas.
—¿Qué hortalizas? —le pregunté.
—Zanahorias y cebollas, también lechugas. Se puede plantar en surcos medianos.
Comencé a llevarle terrones de donde pudiera, para que los examinara y hablara. Algunos empleados de urgencia, que le tenían simpatía, también le llevaban tierra.
En una visita le comenté que tenía que ir al sur, a la parcela de Sabina, una prima.
—¿A qué vas?
—A ver la tierra y aprovechar mejor unos canales de riego. Debo quedarme un mes.
—¿Tanto tiempo? —exclamó—. Toma unas muestras de tierra y vuelves.
—No puedo —le dije—, tengo que estar allá y ver que se hagan los trabajos en el canal.
Me miró mientras se tomaba la barbilla.
—Podría acompañarte por el día.
—Imposible. Tendríamos que estar a lo menos tres semanas.
Llevó la vista al suelo, soltó un suspiro y luego dijo:
—Entonces vamos por tres semanas.
Partimos en tren y se fue mirando los campos. Estaba contento; como un niño en viaje de vacaciones.
—Es más hermosa que una alambrada. —comentó.
—¿Qué? ¿Las pircas o las hileras de álamos?
—La cordillera; es más hermosa que una alambrada. Tienes suerte que tu país no tiene alambradas.
Arribamos en la tarde a San Carlos, y tomamos un bus a San Fabián en un viaje de una hora.
Comenzaba a oscurecer cuando llegamos. Mi prima nos llevó a la casa del cuidador, que quedaba a unos cien metros de la casa grande y estaba desocupada, para que alojáramos. Nos indicó una pieza a cada uno y dejó unas frazadas adicionales.
En la casa grande, durante la cena, Sabina nos puso al tanto de los chismes y política local, y no dejaba de mirar a Jerosolimitano que comía en silencio. De pronto, él, sin preámbulos, se levantó de la mesa y fue a ojear los libros de la biblioteca.
—Esta pelea es desigual —dijo mientras reordenaba los libros—, Ray Bradbury rodeado por los matones Nitzche y Platón; pero si ponemos a su lado a Gibrán, esos secos tótems podrán escuchar el murmullo de las estrellas y el mar.
Sabina quedó con la boca abierta; su mirada se fue lejos, como si de repente le hubiesen volado el techo a la casa.
Al terminar de cenar salí a la terraza y mi prima comentó:
—Él es algo…
—Un poco loco, como todos. —le dije— A veces testarudo como mula y otras se encumbra en su propio mundo. Quedó como volantín cortado desde que falleció su esposa.
En la mañana, lo primero que hizo mi amigo fue revisar el hacha y las palas.
—Les falta filo; estas no cortan ni un pedazo de queso. ¿Estás atento Chileno?
Yo no alcancé a decir que sí cuando la pala ya venía por el aire directo a mi cabeza. La atrapé antes que me rebanara una oreja. Se la devolví de la misma manera. Era una broma que nos hacíamos en Israel; él la había aprendido en el servicio militar.
—Oye Chileno ¿Aprendiste a hacer zanjas derechas?
—A ojos cerrados—, respondí— en medio de la noche, bajo fuego de ametralladoras en un campo minado —tal como él recitaba cuando me obligaba a arreglar una acequia desnivelada.
—Deberías hacerte judío para que entres al ejército. —indicó.
—La verdad es que no quiero ser el blanco de ningún tiro al blanco. —respondí.
Así, entre broma y broma, fuimos revisando la tierra y bosquejando hacer cambios al canal.
A los dos días tuve que ir a Santiago, y dije que volvía en una semana. La verdad es que demoré más tiempo y, en la fecha que debía regresar, llamé por teléfono para saber cómo iban los trabajos, pero nadie contestaba. Al otro día lo mismo. También recibí una llamada de Anita, hija de Sabina, preocupada porque no podía comunicarse con su mamá en la parcela; le dije que iba a viajar en un par de días y ahí le comentaba. Me contestó que mejor fuéramos esa misma noche.
Llegamos cuando estaba amaneciendo. No había nadie en la casa grande. Estaba como si no se hubiese ocupado en varios días.
Mientras Anita comprobaba el galpón me acerqué a la casa del cuidador. Afuera, tiradas sobre una silla, había ropa de mujer embarrada y un hacha en el suelo, también embarrada.
—Aló, Jerosolimitano —llamé.
Sentí unos pasos que se acercaron a la puerta. Entreabrió pero no me dejó pasar.
—Chileno, volviste.
—¿Has visto a Sabina?
—Ehh…
—La he llamado hace días y no contesta. Aquí afuera está su ropa con barro.
—No fue mi intención tirarla al canal, te lo juro. —gimió— No quería hacerle daño.
—¿Qué le hiciste? —respondí empujando la puerta con brusquedad.
Adentro, sobre la mesa, había frascos con muestras de tierra, un libro de poesía abierto; dos copas y una botella de vino vacía.
Escuché un ruido en el dormitorio de él. Se abre la puerta y aparece Sabina.
—Hola primo, ¿Cómo has llegado? —me saludó mientras se abotonaba una camisa de hombre.
Yo la miraba como si fuese un fantasma.
—Voy a poner agua para el desayuno —agregó medio bostezando—, ¿Van a querer pan tostado?
En ese momento entró Anita.
—¡Mamá!, ¿Qué haces así?, ¡Y andas sin sostén!
—La verdad es que no lo he necesitado.
—Afuera hay ropa tuya con barro ¿Qué te pasó?
—Es barro del canal de arriba.
—¿Te caíste al canal?
—Ahí empujé a Jerosolimitano para que viera que está derecho, y él me tiró a mí, pues alega que está torcido. Todavía no nos ponemos de acuerdo en eso.
—Te llamamos por teléfono; estaba preocupada. Vamos a la casa.
—Esta es mi casa —contestó; mientras, con una ramita, retocaba una luna sonriente dibujada en la ventana.
—Pero Mamá —dijo Anita riendo—, estás loca; te embarras y ahora estás pasando pintura por la ventana.
—No es pintura —respondió ella—, es mermelada.

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MIEMBRO DE HONOR
Comentario de Maria de los Angeles Villar el noviembre 9, 2021 a las 11:35am


ESCRITORA DISTINGUIDA
Comentario de Elizabeth Chacon Stevens el noviembre 8, 2021 a las 3:43am

Hermoso relato con un final feliz y como si lo estuviera mirando en accion.

Gracias por compartir las locuras de tu amigo que al final se gana una palomita que incursiona en su vida.

Saluditos y buenas noches.

No puedo acentuar.


ESCRITORA DISTINGUIDA
Comentario de Iris Girón Riveros el noviembre 8, 2021 a las 2:02am

Entretenido relato.

Es fascinante la trama de tu narrativa,

cual accionar que uno estuviera visionando.

Calidad y claridad expresiva.

FELICITACIONES Armando.

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