Vicente Antonio Vásquez Bonilla.
La ambulancia ha recorrido los escasos metros que separan al Instituto de Cancerología, del Hospital Roosevelt de Guatemala. Ha detenido su silente marcha frente a la entrada de emergencia. Dos enfermeros se apresuran a entrar la rodante camilla, recorriendo los limpios corredores, rumbo a la sala de operaciones.
—Mi último viaje —piensa con tristeza y resignación, Roberto Casasola, catedrático de la Universidad de San Carlos, bioquímico brillante y de gran porvenir; pero…
—Mi último viaje, el fin de mis trabajos, de mis ilusiones, de mis sueños y lo que es peor, de mi vida. Cuando estaba a punto de dar un gran paso de alcance mundial, en mutación genética vegetal, un gran paso en la lucha contra el hambre y la desnutrición. Si tan solo hubiera tenido tiempo de examinar mi estomago cuando empezaron los débiles dolores; pero no les di importancia, como todo ser humano, tuve conciencia de «mi inmortalidad», pensé que las enfermedades, los accidentes nunca me tocarían… Y hoy, aquí estoy, desahuciado, con pocos días o quizá minuto de vida, sufriendo las terribles mordidas del maligno cáncer. Adiós Gloria, mi adorada esposa; adiós Roberto, adiós Zoila, hijos de mi corazón, adiós para siempre.
Por un momento dejó su mente en blanco, como tratando de ausentarse de la cruel realidad, pero una chispa cruzó por su imaginación, haciéndole germinar una débil esperanza. Esa mañana, hacía apenas unas dos horas, el Dr. Robles, su médico y amigo le había dicho:
—Roberto. Amigo. Hay una posibilidad para ti, una en un millón; si la aceptas y da resultado, tienes que estar preparado para «todo»; si falla sólo habremos acortado tus sufrimientos, es una intervención experimental, tu familia está de acuerdo, como último recurso para «hacerte vivir». No te doy detalles de la operación, pues es tan remoto su éxito que realmente no vale la pena. Así que tú tienes la palabra.
—Más remota me parece la muerte y sin embargo ya tira de la sábana de mi cama. En mi ramo también hay experimentos en los que hay que correr riegos y nunca vacilé en ellos, si la humanidad es la beneficiada. Así que manos a la obra.
—Bien Roberto, este es el momento, las condiciones necesarias son propicias. Así que adelante y que Dios diga.
Ya se encuentran en la mesa de operaciones. Alguien le ha rasurado la cabeza, cosa inexplicable para él, pues el tumor está en la parte media de su anatomía. —¿Es que se han vuelto locos estos «practicantes»?— Sus pensamientos son cortados por la anestesia que no se hace esperar, sumiéndolo en la inconsciencia, en la nada, para él ha dejado de existir el mundo.
Han transcurrido diez días, diez largos días de espera, de incertidumbre para familiares, amigos y galenos. El paciente ha superado varias crisis y hoy por primera vez, da muestras de empezar a salir de su largo sueño; hay expectación entre el grupo de médicos reunidos en la sala, van a ser testigos del milagro de la ciencia, la última frontera ha sido cruzada. Pero desconocen los resultados finales, sólo con el despertar del «humano conejillo de indias» sabrán de gloria o fracaso.
Abriendo los ojos Roberto Casasola ve al grupo reunido, todos médicos, algunos conocidos; pero todos lo ven con marcado interés. Él también ve con fijeza a todos y a todo, le parece imposible contarse en el mundo de los vivos. Instintivamente se lleva las manos al estómago y sorprendido no encuentra vendas o muestra alguna de haber sido operado, recuerda su rasurada cabeza y con presteza se lleva las manos a ella, descubriéndola vendada y sintiendo un leve dolor al tocarla.
—¿Cómo te encuentras —le pregunta el Dr. Robles.
—Creo que bien. ¿Pero qué es lo que ha pasado? ¡Explícame! ¿Por qué tengo vendada la cabeza y no se me ha operado?
—Calma Roberto, calma, vamos por partes. Primero respóndeme a unas preguntas, que te parecerán quizá infantiles, pero respóndemelas.
—Bueno, lo que tu digas.
—¿Cuál es tu nombre?
—Roberto Casasola. Tú lo sabes.
—Lo sé, pero limítate sólo a contestar. ¿Cuánto es dos más dos?
—Cuatro.
—¿Cómo se llaman tu esposa e hijos?
—Gloria, Roberto y Zoila.
—¿Dónde trabajas?
—En la Universidad de San Carlos y en el INCAP.
—Muy bien Roberto.
—Ahora contesta tú a mis preguntas. ¿Por qué? ¿Qué razón hay para que me preguntes lo que ambos sabemos muy bien?
—Yo lo sé muy bien como tu dices, pero tenía duda que tu lo supieras, o por lo menos lo recordaras con la claridad debida y te voy a explicar la razón, pues creo que estás en uso de tus facultades mentales; estás en capacidad de comprender la magnitud, el éxito de nuestra intervención quirúrgica, prepárate para la sorpresa mayor de tu vida.
—Abrevia. Deja el teatro para después y explícame, soy todo oídos.
—Notarás el interés de los colegas aquí reunidos y que todo lo que hablamos se está registrando. Ese interés que es mundial, se debe a que por primera vez en la historia médica, se ha hecho un trasplante de cerebro. Trasplantamos tu cerebro a un cuerpo sano, después de vencer mil obstáculos científicos y naturales, que por el momento no te explicaré. Así que tú eres y no eres Roberto Casasola.
Reinó el silencio por largos minutos, Roberto no alcanzaba a comprender el significado exacto de las palabras de su amigo, pensó que se estaba burlando de él, que todo era un sueño y mil cosas más; pero aceptar algo tan absurdo.
—¡No! No puedo aceptar lo que dices, si realmente soy otro o mejor dicho tengo otro cuerpo trae un espejo y que termine la farsa.
El Dr. Robles le acercó un espejo que tenía preparado para el efecto, advirtiéndole:
—Sé valiente para enfrentar la realidad, pues no te hemos mentido.
Con temblorosas manos Roberto tomó el espejo que se le ofreció, empezando a creer en las palabras de su amigo. —¿Es que acaso la humanidad había encontrado la manera de prolongar la vida de sus hombres de peso?— Quería conocer la verdad, pero tenía miedo. —¿Qué aspecto tendría? ¿A quién perteneció aquel cuerpo, qué nombre portó hasta aquel día y que habría hecho? ¿Quiénes serían sus familiares? ¿Será que el cuerpo humano se ha convertido en un cascarón que puede ser habitado por cualquiera? ¿Acaso él podría ir al cementerio citadino y visitar su propia tumba?, o mejor dicho la de su cuerpo.
Acercó el espejo, por una fracción de segundo contempló su nuevo rostro y apartó bruscamente el espejo. Vaciló, pero recobrando el valor y un poco de eso que llaman curiosidad, enfrentó al mágico cristal y por largo rato con viva emoción, contempló, estudió sus facciones, tratando de aceptar lo increíble.
Complacidos ante las primeras reacciones del paciente, fueron abandonando la sala, siquiatras, neurólogos y cirujanos, las pruebas, los exámenes y los estudios del caso vendían después; también la familia tenía derecho a “conocerlo” y esperaban afuera.
El Dr. Robles con gran tacto, indicó que esposa e hijos entraran por separado; ya se encontraban aleccionados para actuar y estaban al tanto de todo, aún antes del trasplante, ya habían visto fotos de la nueva faz del jefe de la familia, era el cuerpo de alguien (cuyo nombre desconocían) que había “muerto” de un tumor cerebral y que había donado su cuerpo para lo que fuere necesario.
Gloria entro en la sala donde se encontraba “Roberto”, vaciló por un instante, pero valientemente se arrojó a los brazos de su adorado esposo, venciendo la molesta sensación de que abrazaba y besaba a un desconocido.
Roberto aceptó las muestras de cariño con gratitud, comprendía los momentos que su amada Gloria vivía en esos primeros instantes, al estarlo abrazando a él, en aquel cuerpo extraño.
La separó lentamente y le dijo:
—Gloria, querida. Mírame bien, dime si ves en mí al esposo que un día juró amarte siempre o a un extraño al cual nada te ata. Piensa si al estar conmigo no sentirás el remordimiento de estarme engañando; piensa que si tenemos más hijos, serán o no legítimos hermanos de los que ya tenemos, de esos que llamé hijos de mi corazón y que hoy ni el corazón que me mantiene vivo me pertenece; piensa…
No lo dejó continuar, con lágrimas y besos lo hizo enmudecer, haciéndole recordar todos los momentos gratos de su vida conyugal y aún antes, cuando de novios entretejían dorados sueños. Luego entonces era él, no había duda y eso bastaba.
—Me enamoré de ti, de tu alma, de tu modo de ser y aunque te cambiaran varias veces la estructura física, te seguiría queriendo. Pueden cambiarte el cuerpo, la envoltura; pero no tu ser, tu esencia y eso es lo que vale en ti, lo que yo amo y lo que tú debes ver siempre. Tu labor en el laboratorio seguirá para bien de la humanidad. Eres tú, mi Roberto.
Se abrió la puerta y dos chiquillos ansiosos entraron, y tras breves segundos de aceptación, abrazaron y besaron a ese extraño, que albergaba a su querido padre; a ese hombre maravilloso que tantas veces los llevó al parque La Aurora y que con sus cuentos y cariño, los hacía tan felices.
Roberto lloró. Lloró con lágrimas ajenas, pero no importaba, estaba feliz, sentía la vida, sabía que era él, que tenía una familia que lo aceptaba y un camino por delante. ««
Comentario
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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