CARTA Nº 1. CONCURSO "ANDRES ELOY BLANCO"
RETRATO EN FRAGMENTOS
(Una carta de encuentro y despedida)
AUTOR: ALEJO URDANETA
Querida Niña:
Disculpa el tono impaciente y minucioso de esta carta que te escribo a la hora de las nostalgias, cuando nos dejamos llevar por la ausencia, eso que llamamos recuerdos y queremos remendar con palabras y con imágenes. Quería escribirte desde hace días, después de haberte visto por segunda vez y cuando me vino aqulla imagen de niña en el alborozo de tu casa al pie de la montaña. Ahora lo hago como si fuese un cuento, sin orden ni razonamientos, porque deseo comunicarte la emoción del nuevo encuentro que despertó en nosotros (creo que fuimos ambos) un sentimiento extraño, de timidez y arrojo al mismo tiempo: mi mano que aprieta la tuya, y la respuesta que me das sin hablar a mi gesto incomprensible.
Recuerdo la primera visita a tu casa. Estabas en la puerta para recibirme, quizás sin saber por qué lo hacías. Tú eras entonces anfitriona en tanto bullicio que viene del interior de la casa, en contraste con el rumor apagado de la calle poblada de árboles y pájaros. Llevabas contigo el silencio y los ojos curiosos que todo lo buscaban en el remolino de tus meditaciones. Perseguías el secreto de la vida.
Estabas en la edad del florecimiento. Definías formas y emociones, y la belleza que rodeaba tu alma y tu cuerpo era el medio que yo tenía para recibir el impacto del espíritu a la temprana edad juvenil: tu belleza era la única forma de lo espiritual que podía recibir con los sentidos, sin que perdiera el dominio de la voluntad. Éramos cercanos porque nos unían gustos comunes, pero nos distanciaba la edad. Iniciaba yo la primera juventud.
Entendía en aquella época que si lo divino no se nos presentase mediante la impresión estética de lo bello, nuestra fuerza amorosa se disolvería y sólo tendríamos la nada. Ahora te lo digo en esta carta, cuando estás lejos y no puedes mirarme a los ojos.
Ya no eres la adolescente callada, y tampoco juegas. Tus ojos no hablan de juegos. Y he venido a visitarte por segunda vez en tu hogar.
No ha cambiado tu casa. En todos los rincones suenan relojes, cada hora y cada día, algunas veces a deshoras. La mañana está abierta en tu ventana, con cielo de plata azul, desde donde ves la montaña de oro desangrado. Se escucha todavía la alharaca de los pájaros encerrados en jaulas del jardín. Te hallé, como siempre, ensimismada en un recuerdo que no precisas, evocación de algo que vendrá. Se me ocurre que percibes un castillo de escarcha en los adornos del salón, y los ruidos tenues de la mañana pueden ser el batir del viento en un desierto de tormentas.
Te dije muchas veces que me parecías colmada de soledades, ecos de voces que saltan de los retratos enfilados en las paredes del salón.
El saludo fue breve y no encontraba la manera de abordar el tema de mi visita. Para entrar en la conversación recordé aquel episodio que nos pasó en una oficina pública, de esas que atraen la desazón y nos deprimen por su vacío. Bajabas de prisa unas escaleras de laberinto que bordean espacios de vidrio, decoración de moscas en las paredes, mapas desleídos, papeles inútiles, todo tan diferente del ambiente de tu casa. Oficinas de burócrata más parecido a un muñeco inerte que a un hombre. “Aquí te han traído -¡Mea Culpa!- dije como duende cuando estás allí llena de hastío. ¡No sigas instrucciones, haz tu libertad¡” Eso quería decirte en este momento del el nuevo encuentro.
Lejos quedó la escabrosa oficina de burócrata adonde te habían llevado, cuando decías que te dejara hacer con libertad: “Aquí estaré, sin daño, déjame pasar”. Después abandonamos aquel lugar oscuro y frío.
Y ahora estamos cerca de nuevo, con el tiempo a cuestas, y sonríes ante mi relato pretencioso que busca romper tu silencio.
Parece ahora que cantaras desde el fondo de tu nuevo mundo irisado en cristalería de nieve. Con tu voz se funden los glaciares. En tu rostro sólo se ven los ojos, curiosa luz en la penumbra, y tengo la copia de un poema que te escribí de niña:
SE ENCIENDE LA LUZ EN DENSA SOMBRA
Y SE HACE SILENCIO DE BRASAS EXTINGUIDAS
MIENTRAS ENCANDILA EL FULGOR
DEL ÁMBAR NEGRO DE TUS OJOS.
Te dije la primera vez que tu nombre guarda símbolos. Antes sabía que eran dos nombres y dos símbolos. Me decía yo mismo en silencio que había algo encantador en tu primer nombre, encanto de la niebla que oculta y desnuda: “Charme”, en el decir de Francia. No tienes nombre de tanto tenerlo; tu identidad está en el canto de las aves en libertad que apenas escuchamos, porque huyen como la música. El encanto está en tu mediodía llameante, tu risa abierta como las palmas. “Charme”, dicen en Francia.
No es el único símbolo en tu nombre. Los mitos griegos están también y se nos revelan los amores prohibidos, la belleza como única expresión del alma, el deseo y la virtud. Palabras sabias. Y tú tienes también este nombre: Sabiduría, en el ónice oscuro de los ojos, en el silencio que encierra toda la luz en un pozo, allí en cuya profundidad palpitan a pleno día las estrellas. Di la palabra Sabiduría y sabrás todo.
Estabas hace mucho tiempo a la puerta de la casa que mira a la montaña. Eras tímida en un bosque de sonidos y no cediste tu silencio.
Y decidí visitarte como un duende sin nombre, porque con los tuyos como símbolos basta. Sabio encanto hacen tus dos nombres, labrados en la corteza de un árbol en el bosque sonoro donde las sombras seducen.
Estás ahora frente a mí después de mucho tiempo. Eres la misma y eres otra, más fértil, siempre enigmática. Y debes hacer tu legado: el espejo guardado en tu armario, las flores del labrantío donde laboran las abejas. Y también legarás tus dudas, la venturosa caída a la pasión que suscitas, el resplandor de los ojos en la oscura noche inabordable.
Llegaste a la plena feminidad. En nuestro segundo hallazgo te vi los ojos de carbón que cintilan como luces en un lago. Tienes el trofeo que enaltece a toda mujer: la sagrada sensualidad, la turbación ante el asedio a tu alma. Despojaste de rubor la expresión de tu rostro, abrazaste todas las ofrendas, y ahora ya no estás a la puerta de una casa ni vigilas el curso del agua que cae de la montaña. De ahora en adelante despertarás con la fuerza de la pasión, y las imágenes que te asedien danzarán en el retablo de El Bosco. Eliges. Eres dueña y todos te rinden honores.
Al despedirme y en el regreso a casa, venía ya pensando en la carta que te escribiría para celebrar el encuentro. No pude hacerla con el tono que dejaste en mi ánimo, de confusión y ansiedad. El gran silencioso, el gran transparente abandonó sus brumas para imaginarte otra vez. La palabra de mi carta sería una evocación de algo que nunca sucedió.
Te dejo estos sueños que deseo lleves a tu noche.
Tuyo,
Ezequiel