Llego a Esparta en los días previos a la gran batalla, adelantándose al avance de las tropas persas. Era uno de los consejeros y hombres de confianza del rey Jerjes. Iba en una de las misiones más transcendentales de su vida, pues despejar la incertidumbre es estar un paso adelante del enemigo, solo si la certidumbre lleva consigo buenos augurios. Era un hombre de hablar con denuedo, poliglota, nunca pasaba por forastero a donde llegaba, hombre que asimilaba toda cultura y padecía lo que había que padecer solo por su lealtad al rey; decían de el que era egipcio pero en realidad su origen era desconocido. Se mezclo entre los nativos con mucha sutileza, le fue difícil, los espartanos eran diferentes a toda la demás gente de la liga de Delos. Vivian para luchar, con unos preceptos y doctrinas de estricto rigor castrense. Los hombres eran hombres para la batalla aun infantes, las mujeres vivian de la abnegación y resignación con una templanza que el jamás hubo visto tan siquiera en mil mujeres persa. Todo aquello le impresiono sobremanera; pasaban los días y se oían los rumores de que los persas se acercaban y aun así ni un tanto de intimidación noto en aquellos hombre, pocos para la avalancha humana que se les avecinaba. Se preguntaba que planeaban y sintió temor, mas por los persas que por los espartanos, pues a estos les veía arreglándose las largas cabelleras a su típica usanza y pensó que estaban locos. Iban a morir y aun así se tomaban su tiempo para ello, y para cosas tan banales.
Regreso al encuentro con Jerjes a dos días de camino pasado el desfiladero de las Termópilas, en donde se predecía que esperaría Leonidas con su puñado de espartanos. Le pregunto el rey persa a su fiel súbdito: ¿que había visto, como se preparaba el enemigo y si tenían algún plan secreto que pudiese comprometer el avance del ejército Persa hacia Atenas y poner a Grecia por estrado a sus pies? Le fue sincero; “Mi señor, lo que he visto no tiene calificativo. No creo que tengan algún plan más que luchar y resistir, y tengo un mal presagio” Jerjes le indago. Mi estimado súbdito, ¿tiene miedo de que mi ejército de casi un millón de hombres se enfrente a menos de diez mil hombrecitos con valor? El misterioso hombre contesto lacónicamente: Señor, se arreglan las cabelleras, ese puñado se prepara para morir mientras su muchedumbre de guerreros solo comen y beben. Pero Jerjes, en un arrebato de arrogancia, desestimo las consideraciones de su consejero. Días después, el descalabro fue grande para los persas.