La vida es dura.....

[ALBERTO O. CABREDO ECHEVERRIA]

LA TUERCA

La “Tuerca”, ése era su apodo, su nombre de guerra. Se lo habían clavado  las compañeras de oficio por su forma de abordar a los posibles clientes, a quienes les decía: ¿Quieres tuerca para el tornillo?

Menuda y vivaracha, tenía sus argucias para adornarse. Había que felicitar su equilibrio en el manejo de tacones altos, su maquillaje de arrebato y sus faldas de poliéster. Era un anuncio que, más o menos gritaba: Todo está en venta o quizás, ésta es su caja de sorpresas.

La Tuerca siempre reía con esa suerte de gruñido que deja el abuso de alcohol barato. Era escandalosa y ocurrente, una especie de megáfono. En un circo, así la hubiesen anunciado y con éxito, pero en aquellas aceras, su estilo y figura sólo atraía clientes de baja estofa o muy borrachos. 

- ¡Llegó la Tuerca, desalojen la zona, esta esquina es mía y aquí no quiero competencia! – Esa era su tarjeta de presentación. Siempre peleaba la esquina. Al cliente le resultaba más discreto detenerse en los cantos de calle. Si eran vistos por algún conocido en el acto del “levante”, podían decir: “Estás loco, ¿cómo se te ocurre? Estaba viendo si pasaba otro carro y se arrimó esa loca”.

La Tuerca tenía su clientela (algún secreto sabría), no era la más popular y para decir la verdad, tampoco constituía gran competencia en el gremio. El  negocio le daba a lo sumo para pagar el cuarto y sus tres “golpes”. De vez en cuando, levantaba algo bueno, en esas ocasiones se desvivía, era de lo más complaciente, quería que el cliente volviera. Se reía a carcajadas, con voz alborotada decía que brindaba un servicio de caché, pero lo cierto es que aquellos sujetos jamás volvían. Era muy tosca, y la falta de algunos dientes y aquella barriga abultada (a causa de tantas guerras), no la ayudaban. Eso sí, las demás la queríamos. Era siempre solidaria, consejera, buen bastón. Le gustaba escuchar, aunque dada su afición al chisme, siempre terminaba enterándose toda la calle de lo que le contabas. Pero nadie es perfecto. A mí que no me pongan apodo ¡porque le rompo la boca a cualquiera! Suficiente ya con el repudio, con las miradas y burlas.

Hay que armarse de valor, hacerse una costra gruesa. Este oficio tiene sus malas vainas, y las marcas que deja son hondas. Yo ni salgo de día, siento que la ciudad entera me mira y se da cuenta de lo que hago en la noche. Sí, ya sé que son pendejadas mías… que la luna guarda los secretos que la cama y el cuarto amalgaman, pero no puedo evitarlo. Son resabios de niña buena - que alguna vez lo fuimos todas, y varias todavía lo somos (¡sí, así como suena!).

Era verraca, vieeeja en este oficio la Tuerca. Maestra en trucos de alcoba, olía de lejos a los avivatos y depravados, pero ya habían pasado varios días y no llegaba a reclamar su esquina. En esta vaina una sabe cuando algo no anda bien. Nunca se daba recreos, así que algo pasaba.

Al quinto día, yo misma armé una comitiva de búsqueda. No hubo zaguán, escalera, portal, patio, pensión o lote baldío en que no buscáramos. Nada, la Tuerca había desaparecido. Preguntando y preguntando, fuimos a parar a su cuarto, y casi tumbamos la puerta. El silencio era un clavo en aquel portón desencajado.

“La Moñuda” fue una de las que nos acompañó, tenía sus mañas, sacó un gancho del bolsillo y como en tres minutos, ¡magia!, se abrió la puerta. Un remolino de sudores rancios viciaba el aire que disparaba el abanico y, ya olía a podrido. Se me heló la sangre, adiviné enseguida que el tiempo, su tiempo, se había muerto en aquel cuarto. No siempre quedan satisfechos los clientes.

Lo recuerdo todo, es una fotografía que aún zigzaguea en mi cabeza. La encontramos en el baño, colgada en la regadera. La corbata de que guindaba aguantó su peso y los investigadores concluyeron que fue un suicidio. ¡Infames! ¿Cómo se cuelga alguien con las manos atadas a la espalda?.....