El Señor José, gordito, jovial y elegante, siempre llegaba todos los sábados a la tienda “la campeona”, muy de mañana como mucha gente, para intercambiar las noticias del día, y los hechos más recientes del barrio. Luego llegábamos nosotros los más pequeños, para enterarnos de los chistes que eran novedad cada día.
Al llegar nosotros, el señor José nos esperaba con una sonrisa y se ponía su cara de preocupación. Nos decía muchachos díganle a sus mamas que me envíen las palanganas para despacharles el capirote de elefante y las chinchurrias de hipopótamo. Esta mañana maté tres elefantes y cuatro hipopótamos.
Nosotros, salíamos corriendo a nuestras casas y buscábamos las poncheras, ollas, baldes y palanganas. Nos íbamos corriendo hasta la casa del señor José, el y las demás personas nos veían pasar corriendo con todos esos corotos. –Me esperan en el portón hasta que yo llegue, sin desorden y en fila- nos gritaba.
Llegábamos al frente de su casa, se formaba una gran algarabía, todos queríamos ser los primeros. Hasta había quienes se enfrentaban a puñetazos por esos primeros lugares. Algunos nos atrevíamos a pasar escondido al patio de su casa, para ver si lográbamos ver los cuerpos de los animales muertos. Nunca llegábamos al patio siempre nos salían acosando los perros de las casa del señor José.
Esperábamos en fila hasta las nueve de la mañana. El señor José nos hacía esperar siempre mucho tiempo. Cuando se despertaba la gente mayor del barrio, nos veían y se reían de nosotros. Nadie nos explicaba porque se reían.
Su esposa salía, nos miraba con mucha seriedad, pero no nos decía absolutamente nada, simplemente movía la cabeza de un lado a otro. Nosotros esperábamos pacientemente en la fila, sin desesperarnos, porque nos imaginábamos comiendo unas arepas rellenas de chicharrones, hechos con el capirote de elefantes o un guiso de chinchurria de hipopótamo con yuca sancochada.
Cuando llegaba el señor José, nos acomodábamos en la fila en medio de empujones y alguna que otra sacada de madre. Llegaba muy serio y nos miraba como si estuviera contándonos, entraba a su casa sin decir nada y esperábamos como media hora más. Luego salía, nos reclamaba el escándalo que formábamos frente a su casa. Nos decía que su esposa se había puesto muy enojada y había tirado a los perros el capirote de elefante y las chinchurrias de hipopótamos.
-Ya será para el próximo sábado muchachos, pero por favor lleguen temprano y quistecitos, sin bulla, a mi mujer no les gusta esos escándalos, porque le interrumpen sus rezos de la mañana- nos decía muy serio. Nos ofrecía para la próxima semana unas vísceras de jirafas y unas mollejitas de avestruz. -Eso si, llegan temprano y sin hacer bulla- Terminaba con esas palabras.
Todos los sábados en la mañana, mataba el señor José todos esos animales fantásticos que nosotros solo veíamos en la televisión. Unas paticas de jirafa se antojaban muy bien en una sopa. Unas orejas de tiburón eran muy buenas para preparar unos pasapalos. Nosotros siempre caíamos en las propuestas del señor José.
Creo que nosotros no queríamos darnos cuenta de la toma de pelo que todos los sábados en la mañana nos hacia el señor José. Así manteníamos viva esa llama de ingenuidad y fantasía que siempre flameaba en nuestros corazones.
Un día, no vimos al señor José en la mañana, nos extrañó. Nos fuimos al colegio y cuando regresamos nos conseguimos con la noticia, ya no habría más mondongo de rinoceronte, ni capirote de elefante, ni mollejitas de avestruz, Simplemente quien tan generosamente nos obsequiaba tan esplendidas y exóticas viandas había muerto de un infarto.
Le pidió el señor José a los jóvenes mayores del barrio, que no hicieran lo que hacían cada vez que moría alguien en la vecindad. Le hizo prometer a mi hermano mayor que no se fueran a tomar prestado la leche, el pan y los periódicos de las urbanizaciones vecinas. Quizás él había provisto de las carnes de los animales exóticos, para que no se diera la oportunidad de hacer algunas cosas que él quería evitar, aún después de muerto.
Se había marchado el señor José al sitio del cual no regresaba nadie, prepararon los rezos, el café, el sancocho, las galletas. En nosotros se sembró una duda ¿Serían esas galletas hechas con diablitos de cebra o quizás el sancocho era de ballena? Nadie podía estar seguro de que tipo de exquisiteces se estaban repartiendo en este velorio. Por si acaso nos fuimos al patio para ver los cueros y huesos de esos animales que sacrificaba el señor José.
Desde ese día, no se volvió a hablar en el barrio de los capirotes de elefante, ni de las chinchurrias de hipopótamo, ni de las mollejitas de avestruz. Nadie se preocupó ya nunca más en el barrio por comerciar con la carne e de esos animales raros y exóticos.
Obed Juan Vizcaíno Nájera.
Maracaibo-Venezuela.
21 de Mayo 2009.