Era una cosa extraordinaria, en nuestro barrio alejado del lago, de los ríos había un barco de verdad verdad. Una cosa increíble, un viejo barco de madera casi intacto que había vivido mejores tiempos y aventuras en el mar Caribe. Nosotros éramos el único barrio de Maracaibo que tenía un barco en el patio de una casa de familia.
Era un barco hermoso, jugábamos casi todas las tardes en él. Éramos marinos, piratas, aventureros. Desde ese barco podíamos ser cualquier cosa que se nos antojara y que tuviera relación con nuestras aventuras marítimas o fluviales de conquistas y victorias navales. Éramos marineros diestros, los más diestros en la navegación.
El Barco en cuestión, era propiedad del Señor Jesús Moreno, margariteño casado con una mujer de la población colombiana de Riohacha, a ella la conocimos como la señora beba. Ellos se establecieron en nuestro barrio, trayendo consigo este magnifico barco Margariteño, que hizo realidad muchas de nuestras increíbles aventuras. Ese Barco tenia el nombre de Capitán Chico, aunque ya no se veía el nombre ni la pintura.
Era imponente, montados en él, podíamos ser Simbad, o cualquier otro héroe de la mitología o de la historia. Desde allí visualizábamos un mundo completamente redondo, lleno de continentes por descubrir. En él nos escondíamos en las noches marabinas de nuestra niñez y adolescencia, noches llenas de estrellas. Nos imaginábamos navegar guiados por esas lumbreras milenarias por mares imposibles, llenos de huracanes y otros peligros que sabíamos superar con sobrada destreza.
Pusimos una bandera roja, en un mástil improvisado por una larga rama de un árbol de mango, la habíamos confeccionado con una toalla vieja. Le pusimos una calavera, hecha con la tela de un calzoncillo viejo de mi papá. Éramos los piratas más temibles de todo el mar Caribe y de unos cuantos mares más. Nada nos asustaba, a nada le teníamos miedo.
Nuestras espadas se parecían mucho a aquellas espadas que trajeron los españoles y otros conquistadores a nuestro continente, eran una mezcla de espadas sanguinarias y cruces evangelizadoras. Un palo largo atravesado por uno más corto, unidos por tres clavos pequeños para darles mayor fuerza. Siempre las teníamos cada vez que abordábamos nuestro barco. Nuestros sombreros eran hechos con Panorama de fechas viejas.
Un día, sobre la cubierta de nuestro barco, nos quedamos profundamente dormidos. De repente nos despertó una lluvia muy fuerte, el agua caía con mucha fuerza y el viento era constante. Las ráfagas de viento doblaban las láminas de zinc, parecían truenos. En cuestión de segundos quedamos empapados. Alguien había quitado la escalera, por la cual nos embarcábamos, o quizás la fuerza del agua la había arrastrado.
Oíamos unos ruidos extraños, como si alguien nos estuviera llamando desde la tormenta. Era una voz misteriosa, apagada por el ruido de los relámpagos. Creíamos oír nuestros nombres en medio de la oscuridad, eso nos asustaba. No nos atrevíamos a responder, quizás eran las ánimas del purgatorio, o alguna clase de sirena de voz grave. A veces la voz no se oía, luego comenzaba a resonar: Carlooos, Marcooos, Jooorge, Obeee, daviiii, Jooohny…
El miedo se apoderó de nosotros, gritábamos y nadie nos oía, la lluvia y el ruido de las láminas de zinc apagaban nuestros gritos. Estábamos a merced de la tormenta, llegamos a creer que el barco se hundía. Corríamos dando vuelta por todo el barco, dando gritos y desesperados. La oscuridad había borrado de nosotros todo vestigio de valentía.
Oíamos golpes en el casco de madera, cada vez eran más fuertes. Se escuchaban por todo el casco, como si el barco chocara contra algunos obstáculos que amenazaban con hundirlo. De vez en cuando oíamos esa extraña voz que parecía decir nuestros nombres y eso nos hacía llorar. Nos olvidamos en medio de ese caos, que éramos piratas y grandes conquistadores.
Éramos tan solo unos niños acobardados, gritando por nuestras madres. De repente un ruido, alguien se asomo por la popa, era mi hermano Armando. Él nos había retirado la escalera que siempre colocábamos por el lado de babor. Se había escondido con ella en la quilla de barco, que estaba suspendido del suelo sobre tres soportes o burros de madera.
Al principio, no le reconocimos en medio de la oscuridad, nos parecía una cosa extraña que subía por la popa, para arrastrarnos a alguna profundidad misteriosa. Estábamos llenos de miedo. Corrimos hacia la proa y comenzamos a abandonar el barco, lanzándonos a un montón de arena de construcción que estaba al frente del Capitán Chico. Esa noche de lluvias y truenos corrimos como locos, hasta llegar a nuestras casas.
Al otro día, la gente del barrio estaba extrañada de no vernos jugar en el barco. Por varios días no quisimos saber nada del barco, ni de aventuras, ni de mares lejanos. Estuvimos haciendo otras cosas menos arriesgadas.
Obed Juan Vizcaíno Nájera.
28 de Mayo 2009.