¡ AGUA, AGUA, AGUA… !
No digo nada nuevo cuando afirmo que la realidad depende, casi siempre, del sujeto que la percibe.
En el caso de Artemio, la afirmación anterior resultaba de una certeza irrebatible, y es que el haber nacido y crecido en aquel alegre pueblo, influía negativamente en su forma de apreciar el carnaval. Era claro que repetida tantas veces la experiencia, nada de aquello le resultaba atrayente.
Conocía paso a paso cada culeco, tambor, cantadera, tuna, murga o cualquier otro evento típico de las fiestas interioranas. Inclusive cada actor regional o foráneo que afloraba a causa de la farsa del Dios Momo - desde aquel, que no habiendo bebido nunca, quería tomarse todo el licor del carnaval en un día, hasta ese otro, que habiéndose atiborrado de tales festejos, pretendía sin éxito carnavalear como si fuera su primera vez -
Artemio, que ya había trillado esos caminos, sólo aprovechaba el carnaval para pasar un tiempo con los suyos. Pensaba que aquella población merecía un mejor destino, una mejor forma de ganar su sostén.
Mientras veía pasar la fiesta, cualquier borrachín de caminar vacilante le arrancaba una sonrisa despectiva. Al mirarlos, reflexionaba sobre la conveniencia de mantenerse alejado del tumulto. Su mayor tortura eran los Culecos, la abigarrada muchedumbre mojada, bañados en licor, lodo, añil, harina, confeti, soda, agua y cuánto potingue se lanzaban o restregaban unos a otros. Consideraba una salvajada esa parte de la fiesta carnestoléndica y pensaba, muy en serio, que debían eliminarla.
La Murga era extraordinaria y aquella Tuna acompasada y de tonadas cadenciosas le daba sentido a la juerga multitudinaria, brindándole por lo menos un marco tradicional. Pero ya la situación estaba colapsando, aquel entorno folclórico se estaba deshaciendo, los capitalinos no entendían qué se perseguía con aquella fiesta, para ellos el tema se reducía a trago y saltadera.
Por supuesto, aguantar en un parque, a pleno sol, desde las ocho de la mañana hasta las dos o tres de la tarde, requería de agua, y los carros cisterna iban y venían con su carga, en medio de un coro que pedía y hasta suplicaba que lo mojaran.
La casa de Artemio estaba en una esquina del parque, no le quedaba otra cosa que sentarse en el portal a ver el jolgorio. El tercer día de carnaval se anunciaba fabuloso, la Murga tocaba como nunca, la Tuna estaba repleta, pero en medio del Culeco, empezó a escasear el agua, los ríos antaño caudalosos, no eran ya los mismos, por ello se agotaron las cisternas en medio de “los Culecos”, ¡eso sí que era un desastre! Mucha hembra buena, mucha cerveza, pero hacía calor y faltaba el agua.
El coro no se hizo esperar: ¡Agua, agua, agua…! Pero ya no había, y ni el Alcalde, el Corregidor o el Regidor podían producirla. Ahora sí se puso buena esta vaina, se dijo Artemio. Estaba feliz, pensaba que si no se las ingeniaban pronto, se armaría un motín. Las cabezas repletas de alcohol no guardan espacio a la paciencia. Por supuesto, puso cara de tragedia, su familia era capaz de desconocerlo sin pensarlo dos veces.
En medio del suceso, llegó su abuela a la casa al borde de un colapso y le dijo que las reinas del carnaval estaban azoradas, que nadie sabía qué hacer, que había miles de personas y si se formaba un tumulto arrasaban con el pueblo. De repente, vio un extraño brillo en sus ojos, la abuela se fue a su cuarto y sacó de un viejo baúl el rosario más antiguo que Artemio había apreciado. Acto seguido, se arrodilló ante la imagen de la Virgen del pueblo y empezó a orar con gran fervor pidiendo al Santísimo que sacara del aprieto las festividades. Recordó en su petición que esa era la única fuente de ingresos de la región y que se preparaban durante todo el año, que muchos sufrirían por la debacle.
Artemio sentía pena por su abuela, pero se negaba a estar de su lado. Salió al portal de la casa a ver los primeros empujones y la algarabía que empezaba a formarse en una especie de remolino que iba abarcando toda la muchedumbre.
De repente, salió su abuela, muy calmada le palmoteó el hombro y con la voz ronca a causa de una cantadera prolongada, se limitó a exclamar:
- ¡Todo está solucionado!
En medio de la batahola general su nieto dudó de la cordura de aquella longeva señora. Pero al poco rato, empezaron a caer las primeras gotas. Eran enormes, las más grandes que había visto. En medio de aquel sol inclemente se desmandó un aguacero tremendo. La muchedumbre estaba alborozada, reía, saltaba, cantaba. Inmediatamente arrancó la Murga, se organizaron las Tunas y siguió la parranda.
Artemio miró a su abuela, luego levantó la vista al cielo y meneando la cabeza, resignado, exclamó: - ¡Está visto, es nuestro destino!... Luego, se puso un pantalón corto, un suéter viejo y se lanzó a la calle gritando: - ¡Agua, agua, agua!...
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Ando revisando cada texto para corroborar las evaluaciones y observaciones del jurado, antes de colocar los diplomas.
Gracias por estar aquí compartiendo tu interesante obra.
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