El retablo del Niño Dios
Por: Samuel Cavero Galimidi, PERÚ ©
Los niños miraban el retablo de nuestra familia, en especial al borriquito de pie y a los bueyes del portal de rodillas, pensando todos que esta es una noche de paz, de unión y de amor. Y siendo este su deseo, en un rinconcito de los andes, en medio de antiguos solares y casonas de mi humilde casita, me hallaba yo en un hermoso retablo que lo desempolvan cada vez que llegaba el mes de diciembre. ¡En realidad es mi Nacimiento! Recuerda el nacimiento de este niño en su pesebre: Jesús.
De nuestro retablo ayacuchano tan colorido contaba mamá que hace mucho pero mucho tiempo vivían allí con mi madre la Virgen María y San José. Pero también yo, como Niño Dios, dormía quietito en mi pesebre, acompañado de los reyes magos y de una multitud de aves y animalitos, mientras fuera de la casa los árboles parecían llorar cada vez que en sus ramas faltaba un gorjeo cuando se iba apagando la tarde con esos aromas dulzones y perfumados que siempre tiene Ayacucho.
Así pues esta noche no quise quedarme dormido. Los espejos con reflejos de luna plateada resplandecían entre las lucecitas y las guirnaldas del árbol de navidad. Observando desde mi humilde cuna con ojos de niño lucero e infinita misericordia sentí la energía y la orden de mi Divino Padre. “Ve Jesús donde los niños del mundo te esperan”, me dijo. Me levanté. Pude caminar. Y nuestros amados ángeles hicieron que hablase a la perfección y así fue que el retablo, mi gran mundo feliz, abrió sus puertas.
Afuera me esperaban una multitud de campesinos, vendedoras del mercado, artesanos, gentes de la ciudad, pastores buenos y animalitos. Total mi mundo no era tan caótico. Una música celestial vino hasta mí, niño Jesús. Cuando volví la mirada hacia el lugar de mi nacimiento allí estaba mi madre, la Virgen María, y yo tan asombrado y triste, mirándola:
-Anda a dar la buena nueva, no temas Jesús, mi gran niño -, me dijo.
Sin temor me alejé de mi humilde casita donde me esperaba mi madre, la Virgen. Mamá tenía un rostro de cera dulcemente angelical.
Ya en la ciudad a los niños del pueblo les abracé prodigándoles de infinita bondad y ternura. Los niños me preguntaron por mis hermanos: “No tengo, ustedes son mis hermanitos”, les dije. Y ellos me contaron de lo triste que se hallaban algunos porque a sus padres les había ido mal en la cosecha, en el negocio, en su empleo y a otros a su mamita le habían robado o no tenían dinero. “No tendremos regalos esta Navidad”, me dijo una niña llorosa.
Los consolé.
Esta noche como cada año habrá fuegos de artificio, guirnaldas de focos de colores parpadeando en mis ojos tristes y tantos pollos, lechoncitos e inocentes pavos adornando la cena de las familias, pensé afligido.
Caminé custodiado por los ángeles y arcángeles, seguido por los campesinos, pastores y un rebaño de vaquitas ojonas llegó a nuestro encuentro. También el perrito Menelao y unas sonrientes ovejas. Los magos venían muy atrás, formaban parte de una Caravana de la Sabiduría.
Todos sonreíamos. Noche buena.
La alegría de los niños era una dicha, felicidad plena. Su verdadero regalo no era mi presencia, o quizás sí. En mis pupilas el paisaje de Belén y los tantos pueblos que visitaría era completado con un tren de cuerda, juguetes y unos patitos de peluche que nadaban en los retazos de espejos.
La estrella dorada de cartulina, escarchada en oro, junto a tantas luces de navidad eran magia, gozo e ilusión. Mientras caminaba se acercó un niño pobre y le di la mano vistiéndolo con zapatos y prendas nuevas.
-Niño Dios, mis hermanitos siguen creyendo como yo que tú les traes los juguetes a los niños ricos.
Sonreí. ¿Qué podía hacer?
-¿Y a nosotros qué nos regalarás esta Navidad?-, me preguntó una niña ciega.
-Cenarán y tendrán sus regalos-, dijo un pastor
-Y con amor acariciarán las campanitas de colores de sus árboles de navidad y abrazarán a sus padres-, agregó una mujer campesina.
-La Navidad es para creer. La Navidad es para compartir y perdonar. La Navidad es para todos-, les dije tomándoles de la mano.
Y fue así que la niña recibió el milagro y pudo a partir de entonces ver, luego pedí enviaran a este pueblo mucha paz, salud, bendiciones y que llegara pronto el gordiflón de Papa Noel, siempre tan ocurrente y jocoso con su barba blanca, jalando una recua de asnitos cargados de muchos, pero muchísimos regalos para los niños.
-Una mujer me besó las manos y me agradeció diciéndome:
-Bendito Niño Dios, tú que nacido en Belén tan lejos de Huamanga, pensé que habías nacido en Estados Unidos.
Y fue sanada del cáncer, también otros enfermos desahuciados se levantaron de las camas del hospital. Cuando llegó Santa no se cansó de repartir regalos. Sentí en sus miradas que muchos se olvidaron de mí. Santa Claus se convirtió en una piñata, en el payasito Bombín, y sin más ni menos que en el patrón bonachón de todos los niños de la ciudad.
Cuando me despedí de los niños del pueblo los reyes magos les dijeron que creyeran en mí, el Niño Dios, y en las pequeñas alegrías, en las reconfortantes tristezas que nos habitan las poblaciones del recuerdo, que con fe y esperanza de algunas de esas tristezas han nacido hermosísimas criaturas y se han hecho realidad mucho pero muchísimos sueños.
Tú niña. Tú, niño. No olvidemos que el milagro de la Navidad sigue siendo un niño, Jesús. Desde entonces siempre los niños del mundo arman un nacimiento muy parecido a mi gran retablo.